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Montaigne de Stefan Zweig (http://www.acantilado.es/cont/catalogo/docsPot/Montaigne_extracto.pdf)
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Hay escritores, pocos, que son accesibles a cualquier persona de cualquier edad y en cualquier época de la vida—Homero, Shakespeare, Goethe, Balzac, Tolstoi—, y hay otros que sólo despliegan todo su significado en un momento determinado. Entre estos últimos se encuentra Montaigne. No se puede ser demasiado joven, ni tampoco carecer de experiencia y desengaños, para poder apreciarlo como es debido, y su pensamiento libre e imperturbable es aún más beneficioso cuando se muestra a una generación que, como la nuestra, ha sido arrojada por el destino a una catarata mundial de proporciones catastróficas. Sólo aquel que tiene que vivir en su alma estremecida una época que, con la guerra, la violencia y las ideologías tiránicas, amenaza la vida del individuo y, en esta vida, su más preciosa esencia, la libertad individual, sabe cuánto coraje, cuánta honradez y decisión se requiere para permanecer fiel a su yo más íntimo en estos tiempos de locura gregaria, y sabe que nada en el mundo es más difícil y problemático que conservar impoluta la independencia intelectual y moral en medio de una catástrofe de masas. Sólo cuando uno mismo haya desesperado y dudado de la razón y de la dignidad humanas, puede alabar como una proeza el hecho de que un individuo se mantenga ejemplarmente íntegro en medio de un caos mundial.
Que sólo el hombre experimentado y puesto a prueba pueda apreciar la sabiduría y la grandeza de Montaigne, lo he constatado yo mismo. Cuando me cayeron en las manos por primera vez, a los veinte años, sus Ensayos, el único libro en que nos ha legado su propia persona, no supe —lo digo con toda franqueza—qué partido tomar. Es cierto que yo poseía suficientes conocimientos literarios para reconocer, con todos los respetos, que allí se manifestaba una personalidad interesante, un hombre de especial clarividencia y perspicacia, un hombre encantador que además era un artista capaz de conferir a cada frase y a cada sentencia su impronta personal. Pero mi alegría era literaria, de anticuario, le faltaba la chispa del entusiasmo apasionado, la descarga eléctrica que pasa de un alma a otra. La misma temática de los Ensayos me parecía bastante fuera de lugar y en gran parte incapaz de conectar con mi propia existencia.
¿Qué me importaban a mí, un joven del siglo xx, las prolijas digresiones de sieur de Montaigne sobre la Cérémonie de l’entrevue des rois [La ceremonia de la entrevista entre reyes] o sus Considération sur Cicéron [Consideración sobre Cicerón]? Me parecía escolar y anacrónico aquel zurcido de francés ya un poco ennegrecido por el tiempo con citas latinas, y ni siquiera encontraba yo relación con su suave y templada sabiduría. Había llegado demasiado pronto.
Pues, ¿de qué servía el intento de Montaigne de advertir al lector del peligro de las ambiciones y los afanes, de involucrarse con demasiada pasión en el mundo exterior? ¿De qué servía su sosegado anhelo de templanza y tolerancia a una edad impetuosa que no quiere sufrir desilusiones y no busca tranquilidad, sino sólo, de manera inconsciente, algo que estimule su impulso vital? Es consustancial a los jóvenes no dejarse aconsejar templanza y escepticismo. Cualquier duda se convierte para ellos en un freno, porque necesitan fe e ideales para desatar su energía interior. E incluso la locura más radical y absurda, con tal de que los entusiasme, les resulta más importante que la sabiduría más sublime, que debilita su fuerza de voluntad. Y por otro lado, aquella libertad individual, cuyo más decidido heraldo de todos los tiempos había sido Montaigne, no nos parecía necesitar todavía, hacia 1900, una defensa tan pertinaz. Porque, ¿acaso no era ya una evidencia desde hacía mucho tiempo? ¿No era ya posesión, garantizada por la ley y la costumbre, de una humanidad emancipada desde mucho antes de la dictadura y la esclavitud? El derecho a la propia vida, a los pensamientos propios y a su expresión oral y escrita sin trabas nos parecía tan naturalmente nuestro como la respiración, como los latidos del corazón. Ante nuestros ojos se abría el mundo entero, tierras y más tierras, no éramos prisioneros del Estado ni esclavos al servicio de la guerra ni estábamos sometidos al arbitrio de ideologías tiránicas; nadie corría el peligro de ser proscrito, desterrado, expulsado o encarcelado. Y, a los de nuestra generación, nos parecía que Montaigne daba tirones inútiles a cadenas que creíamos rotas hacía tiempo, sin sospechar que el destino las había forjado ya de nuevo para nosotros, más duras y crueles que nunca. Y así, honrábamos y respetábamos su lucha por la libertad del espíritu como una lucha histórica que para nosotros era superflua y fútil desde mucho antes.
Una de las misteriosas leyes de la vida es que descubrimos siempre tarde sus auténticos y más esenciales valores: la juventud, cuando desaparece; la salud, tan pronto como nos abandona, y la libertad, esa esencia preciosísima de nuestraalma, sólo cuando está a punto de sernos arrebatada o ya nos ha sido arrebatada.
Que sólo el hombre experimentado y puesto a prueba pueda apreciar la sabiduría y la grandeza de Montaigne, lo he constatado yo mismo. Cuando me cayeron en las manos por primera vez, a los veinte años, sus Ensayos, el único libro en que nos ha legado su propia persona, no supe —lo digo con toda franqueza—qué partido tomar. Es cierto que yo poseía suficientes conocimientos literarios para reconocer, con todos los respetos, que allí se manifestaba una personalidad interesante, un hombre de especial clarividencia y perspicacia, un hombre encantador que además era un artista capaz de conferir a cada frase y a cada sentencia su impronta personal. Pero mi alegría era literaria, de anticuario, le faltaba la chispa del entusiasmo apasionado, la descarga eléctrica que pasa de un alma a otra. La misma temática de los Ensayos me parecía bastante fuera de lugar y en gran parte incapaz de conectar con mi propia existencia.
¿Qué me importaban a mí, un joven del siglo xx, las prolijas digresiones de sieur de Montaigne sobre la Cérémonie de l’entrevue des rois [La ceremonia de la entrevista entre reyes] o sus Considération sur Cicéron [Consideración sobre Cicerón]? Me parecía escolar y anacrónico aquel zurcido de francés ya un poco ennegrecido por el tiempo con citas latinas, y ni siquiera encontraba yo relación con su suave y templada sabiduría. Había llegado demasiado pronto.
Pues, ¿de qué servía el intento de Montaigne de advertir al lector del peligro de las ambiciones y los afanes, de involucrarse con demasiada pasión en el mundo exterior? ¿De qué servía su sosegado anhelo de templanza y tolerancia a una edad impetuosa que no quiere sufrir desilusiones y no busca tranquilidad, sino sólo, de manera inconsciente, algo que estimule su impulso vital? Es consustancial a los jóvenes no dejarse aconsejar templanza y escepticismo. Cualquier duda se convierte para ellos en un freno, porque necesitan fe e ideales para desatar su energía interior. E incluso la locura más radical y absurda, con tal de que los entusiasme, les resulta más importante que la sabiduría más sublime, que debilita su fuerza de voluntad. Y por otro lado, aquella libertad individual, cuyo más decidido heraldo de todos los tiempos había sido Montaigne, no nos parecía necesitar todavía, hacia 1900, una defensa tan pertinaz. Porque, ¿acaso no era ya una evidencia desde hacía mucho tiempo? ¿No era ya posesión, garantizada por la ley y la costumbre, de una humanidad emancipada desde mucho antes de la dictadura y la esclavitud? El derecho a la propia vida, a los pensamientos propios y a su expresión oral y escrita sin trabas nos parecía tan naturalmente nuestro como la respiración, como los latidos del corazón. Ante nuestros ojos se abría el mundo entero, tierras y más tierras, no éramos prisioneros del Estado ni esclavos al servicio de la guerra ni estábamos sometidos al arbitrio de ideologías tiránicas; nadie corría el peligro de ser proscrito, desterrado, expulsado o encarcelado. Y, a los de nuestra generación, nos parecía que Montaigne daba tirones inútiles a cadenas que creíamos rotas hacía tiempo, sin sospechar que el destino las había forjado ya de nuevo para nosotros, más duras y crueles que nunca. Y así, honrábamos y respetábamos su lucha por la libertad del espíritu como una lucha histórica que para nosotros era superflua y fútil desde mucho antes.
Una de las misteriosas leyes de la vida es que descubrimos siempre tarde sus auténticos y más esenciales valores: la juventud, cuando desaparece; la salud, tan pronto como nos abandona, y la libertad, esa esencia preciosísima de nuestraalma, sólo cuando está a punto de sernos arrebatada o ya nos ha sido arrebatada.
