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el mito de sísifo - lo absurdo y el suicidio (incompleto)
created Friday November 14, 05:56 by Ian Fernandez
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No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio.
Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta
fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el
espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación. Se trata de juegos;
primeramente hay que responder. Y si es cierto, como pretende Nietzsche, que un
filósofo, para ser estimable, debe predicar con el ejemplo, se advierte la importancia
de esa respuesta, puesto que va a preceder al gesto definitivo. Se trata de evidencias
perceptibles para el corazón, pero que se debe profundizar a fin de hacerlas claras
para el espíritu.
Si me pregunto en qué puedo basarme para juzgar si tal cuestión es más
apremiante que tal otra, respondo que en los actos a los que obligue.
Nunca vi morir a nadie por el argumento ontológico. Galileo, que defendía una
verdad científica importante, abjuró de ella con la mayor facilidad del mundo,
cuando puso su vida en peligro. En cierto sentido, hizo bien. Aquella verdad no valía
la hoguera. Es profundamente indiferente saber cuál gira alrededor del otro, si la
tierra o el sol. Para decirlo todo, es una cuestión baladí. En cambio, veo que muchas
personas mueren porque estiman que la vida no vale la pena de vivirla. Veo a otras
que, paradójicamente, se hacen matar por las ideas o las ilusiones que les dan una
razón para vivir (lo que se llama una razón para vivir es, al mismo tiempo, una
excelente razón para morir). Opino, en consecuencia, que el sentido de la vida es la
pregunta más apremiante. ¿Cómo contestarla? Con respecto a todos los problemas
esenciales, y considero como tales a los que ponen en peligro la vida o los que
decuplican el ansia de vivir, no hay probablemente sino dos métodos de
pensamiento: el de Pero Grullo y el de Don Quijote. El equilibrio de evidencia y
lirismo es lo único que puede permitirnos llegar al mismo tiempo a la emoción y a la
claridad. Se concibe que en un tema a la vez tan humilde y tan cargado de patetismo,
la dialéctica sabia y clásica deba ceder el lugar, por lo tanto, a una actitud espiritual
más modesta que procede a la vez del buen sentido y de la simpatía.
Siempre se ha tratado del suicidio como de un fenómeno social. Por el
contrario, aquí se trata, para comenzar, de la relación entre el pensamiento individual
y el suicidio. Un acto como éste se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que
una gran obra. El propio suicida lo ignora. Una noche dispara o se sumerge. De un
gerente de inmuebles que se había matado, me dijeron un día que había perdido a su
hija hacía cinco años y que esa desgracia le había cambiado mucho, le había
"minado". No se puede desear una palabra más exacta. Comenzar a pensar es
comenzar a estar minado. La sociedad no tiene mucho que ver con estos comienzos.
El gusano se halla en el corazón del hombre y en él hay que buscarlo. Este juego
mortal, que lleva de la lucidez frente a la existencia a la evasión fuera de la luz, es
algo que debe investigarse y comprenderse.
Muchas son las causas para un suicidio, y, de una manera general, las mas
aparentes no han sido las más eficaces. La gente se suicida rara vez (sin embargo, no
se excluye la hipótesis) por reflexión. Lo que desencadena la crisis es casi siempre
incontrolable. Los diarios hablan con frecuencia de "penas íntimas" o de
"enfermedad incurable". Son explicaciones válidas. Pero habría que saber si ese
mismo día un amigo del desesperado no le habló con un tono indiferente. Ese sería el
culpable, pues tal cosa puede bastar para precipitar todos los rencores y todos los
cansancios todavía en suspenso.
Pero si es difícil fijar el instante preciso, el paso sutil en que el espíritu ha
apostado a favor de la muerte, es más fácil extraer del acto mismo las consecuencias
que supone. Matarse, en cierto sentido, y como en el melodrama, es confesar. Es
confesar que se ha sido sobrepasado por la vida o que no se la comprende. Sin
embargo, no vayamos demasiado lejos en esas analogías y volvamos a las palabras
corrientes. Es solamente confesar que eso "no merece la pena". Vivir, naturalmente,
nunca es fácil. Uno sigue haciendo los gestos que ordena la existencia, por muchas
razones, la primera de las cuales es la costumbre. Morir voluntariamente supone que
se ha reconocido, aunque sea instintivamente, el carácter irrisorio de esa costumbre,
la ausencia de toda razón profunda para vivir, el carácter insensato de esa agitación
cotidiana y la inutilidad del sufrimiento.
¿Cuál es, pues, ese sentimiento incalculable que priva al espíritu del sueño
necesario a la vida? Un mundo que se puede explicar incluso con malas razones es
un mundo familiar. Pero, por el contrario, en un universo privado repentinamente de
ilusiones y de luces, el hombre se siente extraño. Es un exilio sin recurso, pues está
privado de los recuerdos de una patria perdida o de la esperanza de una tierra
prometida. Tal divorcio entre el hombre y su vida, entre el actor y su decorado, es
propiamente el sentimiento de lo absurdo. Como todos los hombres sanos han
pensado en su propio suicidio, se podrá reconocer, sin más explicaciones, que hay un
vínculo directo entre este sentimiento y la aspiración a la nada.
El tema de este ensayo es, precisamente, esa relación entre lo absurdo y el
suicidio, la medida exacta en que el suicidio es una solución de lo absurdo. Se puede
sentar como principio que para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción.
La creencia en lo absurdo de la existencia debe
gobernar, por lo tanto, su conducta. Es una curiosidad legítima la que lleva a
preguntarse, claramente y sin Falso patetismo, si una conclusión de este orden exige
que se abandone lo más rápidamente posible una situación incomprensible. Me
refiero, por supuesto, a los hombres dispuestos a ponerse de acuerdo consigo mismo.
Planteado en términos claros, el problema puede parecer a la vez sencillo e insoluble. Pero se supone equivocadamente que las preguntas sencillas traen consigo respuestas que no lo son menos y que la evidencia implica la evidencia. A priori, e
invirtiendo los términos del problema, así como uno se mata o no se mata, parece que
no hay sino dos soluciones filosóficas: la del sí y la del no. Eso sería demasiado fácil.
Pero hay que tener en cuenta a los que interrogan siempre sin llegar a una
conclusión. A ese respecto, apenas ironizo: se trata de la mayoría. Veo igualmente
que quienes responden que no, obran como si pensasen que sí. De hecho, si acepto el
criterio nietzscheano, piensan que sí de una u otra manera. Por el contrario, quienes
se suicidan suelen estar con frecuencia seguros del sentido de la vida. Estas
contradicciones son constantes. Hasta se puede decir que nunca han sido tan vivas
como con respecto a ese punto en el que la lógica, por el contrario, parece tan
deseable. Es un lugar común comparar las teorías filosóficas con la conducta de
quienes las profesan. Pero es necesario decir que, salvo Kirilov, que pertenece a la
literatura, Peregrinos, que nace de la leyenda, y Jules Lequier, que nos remite a la
hipótesis, ninguno de los pensadores que negaban un sentido a la vida, se puso de
acuerdo con su lógica hasta el punto de rechazar la vida. Se cita con frecuencia, para
reírse de él, a Schopenhauer, quien elogiaba el suicidio ante una mesa bien provista.
No hay en ello motivo para burlas. Esta manera de no tomarse en serio lo trágico no
es tan grave, pero termina juzgando a quien la adopta.
Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta
fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el
espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación. Se trata de juegos;
primeramente hay que responder. Y si es cierto, como pretende Nietzsche, que un
filósofo, para ser estimable, debe predicar con el ejemplo, se advierte la importancia
de esa respuesta, puesto que va a preceder al gesto definitivo. Se trata de evidencias
perceptibles para el corazón, pero que se debe profundizar a fin de hacerlas claras
para el espíritu.
Si me pregunto en qué puedo basarme para juzgar si tal cuestión es más
apremiante que tal otra, respondo que en los actos a los que obligue.
Nunca vi morir a nadie por el argumento ontológico. Galileo, que defendía una
verdad científica importante, abjuró de ella con la mayor facilidad del mundo,
cuando puso su vida en peligro. En cierto sentido, hizo bien. Aquella verdad no valía
la hoguera. Es profundamente indiferente saber cuál gira alrededor del otro, si la
tierra o el sol. Para decirlo todo, es una cuestión baladí. En cambio, veo que muchas
personas mueren porque estiman que la vida no vale la pena de vivirla. Veo a otras
que, paradójicamente, se hacen matar por las ideas o las ilusiones que les dan una
razón para vivir (lo que se llama una razón para vivir es, al mismo tiempo, una
excelente razón para morir). Opino, en consecuencia, que el sentido de la vida es la
pregunta más apremiante. ¿Cómo contestarla? Con respecto a todos los problemas
esenciales, y considero como tales a los que ponen en peligro la vida o los que
decuplican el ansia de vivir, no hay probablemente sino dos métodos de
pensamiento: el de Pero Grullo y el de Don Quijote. El equilibrio de evidencia y
lirismo es lo único que puede permitirnos llegar al mismo tiempo a la emoción y a la
claridad. Se concibe que en un tema a la vez tan humilde y tan cargado de patetismo,
la dialéctica sabia y clásica deba ceder el lugar, por lo tanto, a una actitud espiritual
más modesta que procede a la vez del buen sentido y de la simpatía.
Siempre se ha tratado del suicidio como de un fenómeno social. Por el
contrario, aquí se trata, para comenzar, de la relación entre el pensamiento individual
y el suicidio. Un acto como éste se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que
una gran obra. El propio suicida lo ignora. Una noche dispara o se sumerge. De un
gerente de inmuebles que se había matado, me dijeron un día que había perdido a su
hija hacía cinco años y que esa desgracia le había cambiado mucho, le había
"minado". No se puede desear una palabra más exacta. Comenzar a pensar es
comenzar a estar minado. La sociedad no tiene mucho que ver con estos comienzos.
El gusano se halla en el corazón del hombre y en él hay que buscarlo. Este juego
mortal, que lleva de la lucidez frente a la existencia a la evasión fuera de la luz, es
algo que debe investigarse y comprenderse.
Muchas son las causas para un suicidio, y, de una manera general, las mas
aparentes no han sido las más eficaces. La gente se suicida rara vez (sin embargo, no
se excluye la hipótesis) por reflexión. Lo que desencadena la crisis es casi siempre
incontrolable. Los diarios hablan con frecuencia de "penas íntimas" o de
"enfermedad incurable". Son explicaciones válidas. Pero habría que saber si ese
mismo día un amigo del desesperado no le habló con un tono indiferente. Ese sería el
culpable, pues tal cosa puede bastar para precipitar todos los rencores y todos los
cansancios todavía en suspenso.
Pero si es difícil fijar el instante preciso, el paso sutil en que el espíritu ha
apostado a favor de la muerte, es más fácil extraer del acto mismo las consecuencias
que supone. Matarse, en cierto sentido, y como en el melodrama, es confesar. Es
confesar que se ha sido sobrepasado por la vida o que no se la comprende. Sin
embargo, no vayamos demasiado lejos en esas analogías y volvamos a las palabras
corrientes. Es solamente confesar que eso "no merece la pena". Vivir, naturalmente,
nunca es fácil. Uno sigue haciendo los gestos que ordena la existencia, por muchas
razones, la primera de las cuales es la costumbre. Morir voluntariamente supone que
se ha reconocido, aunque sea instintivamente, el carácter irrisorio de esa costumbre,
la ausencia de toda razón profunda para vivir, el carácter insensato de esa agitación
cotidiana y la inutilidad del sufrimiento.
¿Cuál es, pues, ese sentimiento incalculable que priva al espíritu del sueño
necesario a la vida? Un mundo que se puede explicar incluso con malas razones es
un mundo familiar. Pero, por el contrario, en un universo privado repentinamente de
ilusiones y de luces, el hombre se siente extraño. Es un exilio sin recurso, pues está
privado de los recuerdos de una patria perdida o de la esperanza de una tierra
prometida. Tal divorcio entre el hombre y su vida, entre el actor y su decorado, es
propiamente el sentimiento de lo absurdo. Como todos los hombres sanos han
pensado en su propio suicidio, se podrá reconocer, sin más explicaciones, que hay un
vínculo directo entre este sentimiento y la aspiración a la nada.
El tema de este ensayo es, precisamente, esa relación entre lo absurdo y el
suicidio, la medida exacta en que el suicidio es una solución de lo absurdo. Se puede
sentar como principio que para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción.
La creencia en lo absurdo de la existencia debe
gobernar, por lo tanto, su conducta. Es una curiosidad legítima la que lleva a
preguntarse, claramente y sin Falso patetismo, si una conclusión de este orden exige
que se abandone lo más rápidamente posible una situación incomprensible. Me
refiero, por supuesto, a los hombres dispuestos a ponerse de acuerdo consigo mismo.
Planteado en términos claros, el problema puede parecer a la vez sencillo e insoluble. Pero se supone equivocadamente que las preguntas sencillas traen consigo respuestas que no lo son menos y que la evidencia implica la evidencia. A priori, e
invirtiendo los términos del problema, así como uno se mata o no se mata, parece que
no hay sino dos soluciones filosóficas: la del sí y la del no. Eso sería demasiado fácil.
Pero hay que tener en cuenta a los que interrogan siempre sin llegar a una
conclusión. A ese respecto, apenas ironizo: se trata de la mayoría. Veo igualmente
que quienes responden que no, obran como si pensasen que sí. De hecho, si acepto el
criterio nietzscheano, piensan que sí de una u otra manera. Por el contrario, quienes
se suicidan suelen estar con frecuencia seguros del sentido de la vida. Estas
contradicciones son constantes. Hasta se puede decir que nunca han sido tan vivas
como con respecto a ese punto en el que la lógica, por el contrario, parece tan
deseable. Es un lugar común comparar las teorías filosóficas con la conducta de
quienes las profesan. Pero es necesario decir que, salvo Kirilov, que pertenece a la
literatura, Peregrinos, que nace de la leyenda, y Jules Lequier, que nos remite a la
hipótesis, ninguno de los pensadores que negaban un sentido a la vida, se puso de
acuerdo con su lógica hasta el punto de rechazar la vida. Se cita con frecuencia, para
reírse de él, a Schopenhauer, quien elogiaba el suicidio ante una mesa bien provista.
No hay en ello motivo para burlas. Esta manera de no tomarse en serio lo trágico no
es tan grave, pero termina juzgando a quien la adopta.
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